El escenario estaba listo para otro episodio de un concurso de talentos televisado, donde los sueños pendían de un hilo y las aspiraciones se elevaban alto.
Entre los aspirantes se encontraba un niño cuya presencia insinuaba algo extraordinario a punto de desarrollarse.
Con una mirada de inocencia en sus ojos y una voz que resonaba con una sabiduría ancestral, ocupó su lugar, armado solo con un micrófono pero poseyendo un poder que capturaba la atención.
A medida que las primeras notas de su canción perforaron el aire, un silencio cayó sobre la audiencia, cautivada por la intensidad pura de su actuación.
En ese momento, parecía como si el tiempo mismo se detuviera, cada palabra que cantaba llevaba consigo una profundidad de emoción que tocaba el alma.
A través de su música, pintaba un retrato de la experiencia humana, revelando la esencia de nuestra humanidad compartida en toda su belleza cruda y complejidad.